La Güera

diciembre 22, 2010

Hace más de tres años que no la veía. Ahí estaba, recargada en la barra de nuestro bar. Divina, resplandeciente, sencillamente colosal. Podría escribirle una enciclopedia de piropos para recitarle al oído durante su estancia en México. La miraba a los ojos y me daban unas ganas de llorar enormes, por lo afortunado que fui en compartir un tiempo con ella y por lo jodido de no poder seguir haciéndolo. Tragicomedia según yo ya superada, pero hace tiempo sin estar a prueba.

Ella hablaba de mil y un pendejadas, y no porque fueran cosas bobas o sin sentido, sino porque en esos momentos, cuando unos se siente rebasado por la ocasión, todo discurso es ruido blanco de fondo. Yo solo sonreía y le seguía la conversación. Trataba de respirar profundo para camuflajear cualquier intento de suspiro. Hasta algunas palabras en alemán articulé para congratular al intelecto.

Se le veían más años encima, algunas marcas del frío en su cara, más arrugas, todas lindas, quizá algunos kilos extras también, los cuales estoy seguro fueron ganados gramo por gramo de una manera religiosa, y apostaría, gozados hasta el paroxismo.

Le ofrecí unos quesos del Mercado de San Juan, que había comprado un día antes en el local que ella me llevó hace años. El gusto por el buen comer y el buen beber siempre nos unió. Tanto que engordé lo que nunca a su lado, mi idea de que salir con una modelo lo hacía a uno comer menos era equivocada, uno termina comiéndose su plato y lo que ella dejaba «para cuidar la línea».

Un coctel de la casa le pedí, para que conociera nuestras especialidades. Para seguir el protocolo de mostrarle lo mejor que tenemos, y para mantener la milenaria tradición de compartir lo mejor de la vida con los seres queridos. Aun en este caso, con uno que acepté hace mucho tiempo que tenía que dejar de querer.

Y como suele suceder en esas situaciones: el tiempo, el queso y los tragos no fueron suficientes, la noche me quedo corta y su recuerdo largo. No me alcanzó el corazón para organizar algunas ideas y la cabeza no me dio el ancho al momento de manejar las emociones. Y el gusto por verla se dio de manera atropellada y la despedida de manera contundente.

Confusio decía que «Solo los hombres más inteligentes y los más estúpidos nunca cambian». Yo esta noche digo que prefiero el cambio a la suma inteligencia o estupidez.

Amén.