Una lección de vida

octubre 28, 2011

Pedalear en sentido contrario dentro del carril del metrobus es algo que ya había hecho muchísimas veces, la diferencia es que en esta ocasión iba con la mano derecha, y la visión, ocupada en mi teléfono inteligente. Me sorprende la cantidad de estupideces que uno puede hacer con estos aparatos, pero lo más idiota y suicida es mezclarlos con ruedas en movimiento. Pedaleaba por la Condesa, mirando repentinamente hacia adelante para evitar sorpresas, el problema fue seguir viendo el teléfono durante una curva, cuando levanté la mirada tenía un autobús avanzando hacia  mi a menos de siete metros. Con toda la adrenalina entrando de sopetón a mi torrente sanguíneo, sin pensarlo frené, pero como la mano que tenía controlando la bicicleta era la izquierda, y como con esa mano es con la que se activa el freno de la llanta delantera, el resultado de mi automática reacción paso de ser sorpresivo a predecible: salí disparado en dirección al autobús, que entre mi irresponsable acto y la contundente velocidad del camión, peligrosamente acortábamos la distancia que nos separaba.

Volé por encima de mi bicicleta nueva con todo y y el chihuahueño que llevaba en la maleta sobre mi espalda. Para mi fortuna y la de Chamaco, el señor chofer del autobús no iba twitteando sino poniendo atención a la calle, así que se frenó y mi lesión no llegó a ser defunción, pagué mi cuota de golpes, raspones y un hombro dislocado. Me salió barato. Chamaco y «el beso», mi bicicleta nueva que bauticé con el nombre del caballo de mi abuelo, quedaron intactos. Como todo accidente que se construye con madrazos, adrenalina, dolor y las ganas de no quedar tendido en el pavimento, el momento trágico se vuelve difícil de desmenuzar y de entender, no recuerdo con que parte de la bici me golpee que parte del cuerpo, en esos casos todo siempre pasa demasiado rápido.

Asustado y adolorido me levanté abrazando mi brazo izquierdo, quité mi bicicleta y a mi perro de la vía del metrobus. Llegó un policía y me preguntó si me habían atropellado, «Para detener al conductor» me dijo. Le contesté que no, y dejó al transporte público seguir su camino. Ahora que lo pienso, debí de haberle agradecido al conductor el no haberme atropellado, pero la inmediatez del dolor generalmente ayuda a olvidar los protocolos. Algunos polis me llevaron a una ambulancia para ver si ahí me podían poner el brazo en su lugar. Es la sexta vez que se me disloca el hombro, ya más o menos se como funciona, si alguien te lo pone en caliente, el problema se soluciona en chinga. Si se tarda en regresar a su lugar, el músculo se empieza a enfriar y la pesadilla comienza: el nervio del brazo se empieza a comprimir, la sangre tiene dificultad para irrigar el brazo, los músculos  extendidos se lastiman, etc. Todo eso que un hueso fuera de su lugar provoca.

Después de media hora de intentos medievales por colocar mi brazo en su lugar, decidí optar por la vía larga y cara, ir al hospital. Le marqué a mi socio Falcón y junto con su esposa Ximena y el amigo Alex me llevaron a urgencias para repasar el ritual que ya conozco de memoria: dar tus datos y checar tus signos en lo que le llaman al doctor en turno, después te sacan una radiografía, quesque pa’ cerciorarse donde quedo tu hueso -pero aquí entre nos, me sabe a que no más te siguen ordeñando-, y el momento cúlmen es cuando dejas de odiar la burocracia y la ineptitud del personal, cuando la morfina entra en tus venas y te desvaneces. Despiertas, el brazo esta en su lugar y todo esta mejor que bien. El amor fluye por los pasillos del hospital y tu eres uno mismo con pacientes, enfermeras y doctores.

Hay lecciones que se aprenden así, de golpe, y en este caso asumo el costo porque creo que me salió barato. Los doctores dicen que ya debería de operarme los ligamentos, pero después te dicen que no esta garantizado que no se te vuelva a salir el brazo. Entre dimos y diretes de momento estoy inmovilizado, funcionando a un ritmo más despacio y disfrutando el tener que abrazarme todo el día para entender que debo dejar de hacer estupideces. De niño tuve muchos accidentes por atrabancado, me hacían pensar que tenía mala suerte, ahora que veo mi colección de accidentes creo que es todo lo contrario, soy una persona afortunada porque puede seguir contándolos.

El fisiólogo húngaro Albert Szent-Gyorgyi, estudioso de la química de la respiración y el descubridor de la vitamina C, decía que «Un descubrimiento se dice que es un accidente encontrado por una mente preparada». Yo digo que estoy listo para seguir descubriendo y entendiendo cosas de preferencia saltándome la parte dolorosa de la lección.

Amén